Cuento N°1
Zoom
Dentro de mi mente se expanden los sueños del presente: deseos de una vida futura donde yo soy yo pero mejor: el sueño de alguien a quien admiro. Se esparcen sueños literarios donde la ficción se vuelve realidad; donde devuelvo a la música lo que me ha dado. En la mirada interior se despliegan corredores en los que vislumbro un enigma. Sus muros están iluminados con frescos de mujeres, estampas eróticas, estrellas futuras, poetas posibles y novelas aún no soñadas.
Observo mis ojos desde muy cerca, a la distancia que sólo consigue alguien que te quiere; como si una cámara comenzara un zoom.
Primero se ven las pupilas, un close-up que se va abriendo, unos ojos que demuestran juventud: esperanzas, fragilidad y el amor que sólo puede sentir un niño.
Luego podemos ver el rostro, los hombros y el torso. Los humanos captamos de una ojeada la edad, posición social, los gustos, el perfil psicológico y político (en el caso que exista). Se percibe ya el cabello largo, desordenado, el rostro quemado por el sol. La playera ajustada de algún grupo de rock desconocido o de alguna editorial independiente. Jeans ajustados y zapatos deportivos, desgastados por el polvo de las calles y por el cemento caliente en el día o frío por la noche.
Aparento, encarno una apariencia que carece de claridad. Quizás un bildungsroman entre manos, una buena canción escrita con prisa o, un joven ordinario que desea estar con amigos y mujeres. Dos o tres libros leídos por encima y gustos musicales comunes.
En cuanto me alejo un poco, en cuanto tomo alguna distancia, mi vida parece cualquier cosa y no el centro del universo. Me siento perdido en mi mente, en la calle, en la ciudad, el continente, el mundo y la galaxia.
Para entonces la toma ya se ha abierto. Se me ve caminando por la calle solitaria. Es el ocaso pero aún la luz ilumina la ciudad. De un lado está la amarilla y gruesa barda de piedra que rodea el jardín. Contrasta con el oscuro chapopote y la banqueta gris que sigue la línea de las casas. También hay árboles, jóvenes y verdes, los cuales para cuando yo sea viejo, estarán apenas en plena juventud.
Sigo caminando, sintiendo el aire lleno de promesas en la cara, pensando en ella. Al fondo se extienden nubes de lluvia. El aguacero llegará como una cortina gris que mojará las calles y hará volar nuestra imaginación. Me sentiré feliz porque aquí la lluvia es alegre. Estamos en la misma latitud que Nigeria, Sudán, el sur de Yemen, Bellary, Tailandia, Vietnam… El sol pega sobre Oaxaca con la intensidad del fuego; llena de luz hasta los más escondidos rincones de los edificios.
Lloverá en poco tiempo, pero segundos antes de que suceda, estaré esperándola en el Atrio de Santo Domingo. Sintiendo las primera gotas de la lluvia y al viento tormentoso que anuncia el futuro.
Para cuando comience a llover ante la cámara, no se estrellarán las gotas de lluvia. La lente ya estará por encima de las nubes iniciando un vertiginoso ascenso y el mundo en poco tiempo, será una esfera azul, la galaxia, una serie de anillos lechosos mientras yo, perdido en el universo, comienzo a imaginar…
Cuento N°2
Testimonios sobre Lola Bravo
Recuerdo aquella noche como si encendiera un bulbo antiguo y todo tomara un color naranja, tenue. Como si fuera un recuerdo que, con el paso de los años, se ha transformado en una imagen que tiene que ver más con los sueños que con la realidad.
Estábamos todos, a finales de noviembre, mientras caía la tarde. El motivo era emocionante: leeríamos obras que nosotros habíamos escrito, era la génesis. (Ahora que lo pienso, se respiraba la agitación de un comienzo. Aunque quizá era más bien una conclusión. Un hermoso punto final).
Estábamos todos reunidos en la sala de mi casa, porque leeríamos el primer texto que yo había publicado en una revista. Tenía diecisiete años y me sentía terriblemente avergonzado, culpable, por haberme atrevido a escribir. También leeríamos –lo cual era un profundo alivio para mí-, la obra de teatro que había escrito mi abuela.
Algunos años antes, mi abuela se había construido un cuarto en la azotea de su casa para hacerse un estudio. Lo había pintado todo de blanco, con libreros de madera – que ella misma había pintado de rosa- por todas las paredes; lo había atiborrado de libros y había subido un viejo armatoste, lento y complicado, que nos parecía, y quizá era, el último grito de la moda de esos años: una computadora de escritorio.
Recuerdo que se encerraba en su estudio todas las tardes y se peleaba con el aparato que le impedía avanzar. Nos pedía ayuda a todos, pero era frustrante, pues nadie sabía cómo prenderla, apagarla y mucho menos, resolver un problema con algún programa.
Vivíamos en la arista entre el siglo XX y el XXI, en un pueblo cercano al centro de Oaxaca, en donde nadie tenía una computadora. Por lo tanto, éramos como peces intentando andar en bicicleta.
Con todo, mi abuela se empeñó y pasó tardes y más tardes y muchas mañanas más; encerrada en su estudio, hasta que logró escribir su obra.
Así que allí estábamos con el libreto listo para ser leído.
Primero, mi abuela leyó mi texto de apenas dos cuartillas. Está por demás decir que era horrible; pero cuando ella pasó de mis letras torpes a las palabras sabias, con su voz de ochenta y pocos años, con el ritmo y la profundidad de alguien que dedicó su vida entera al teatro; el lenguaje tomó vida y poco importó lo que escribí; sonó digno y respiré un poco: agradecido de por vida.
Nunca se terminan por descubrir las dimensiones de un artista y menos si se trata de una tan cercana que compartes la sangre. Quizá el caso se vuelve más extremo, si es tu abuela. Así, Lola Bravo, fue alguien que siempre estuvo junto a mí los primeros veintidós años de mi vida, y quien guió de manera sabia, las primeras lecturas atrabancadas y desordenadas que hice. Leí sin parar durante tres años como si se tratara de una enfermedad, todos los libros que caían en mis manos, ella ya los había leído. Era impresionante, de Balzac a Tolstói y de Shakespeare a Strindberg.
Su pasión siempre fue el teatro y dedicó su vida entera a él con la humildad de la obsesiva que era.
La recuerdo en años remotos cuando apenas se me formaba la conciencia. Yo iba a la primaria, por ahí de 1988, mi abuela entraba a los setenta y recuerdo que mis papás se sorprendían, orgullosos, pues cuando nosotros nos íbamos por las mañana a la escuela, ella apenas volvía de trabajar, luego de haber pasado la noche completa dirigiendo teleteatros –con actores que ella formaba y montando las obras más importantes del teatro moderno-, para la televisión local de Oaxaca.
Mi abuela provenía de un mundo que me parecía imposible. Había conocido a los artistas más importantes del siglo XX mexicano, Frida Khalo, Octavio Paz, Emilio Carballido, Miroslava…, fue parte de un círculo que comenzó el teatro, pionera y brillante alumna de Seki Sano –alumno a su vez del dios de mi abuela, Stanislavski.
Lola Bravo, cruzó el siglo XX de manera brillante en la Ciudad de México; formando actores aquí mismo y fue un pilar para el teatro en la Ciudad y la esencia del teatro en el IPN. También, estuvo en Monterrey en donde de igual forma no sólo actuó y dirigió obras de teatro, sino que construyó, con miles de esfuerzos –iguales a los de levantar un edificio en el mar – una escuela de actuación y una tradición dramática.
Porque para ella el teatro no sólo era un fenómeno estético; la escena involucraba un estilo de vida, justo y político; aunque amara con erudición las obras de Ibsen, O´Neill, Ionesco, Genet o Becket; para ella la vocación de directora estaba ligada a la de ser maestra, y, sobre todo, en mostrar a la gente que por marginación nunca que había tenido acceso al teatro, aquello que para ella era el elixir no sólo divino sino indispensable para tener una vida digna. Poder actuar y disfrutar del teatro.
Compartió todo lo que sabía en la Ciudad de Oaxaca, y en los últimos años de su vida, ya a los ochenta años, en Santa María el Tule y en El Retiro (en donde está situada la obra que escribió, por cierto) dio clases y transformó a los vecinos en actores de teatro.
Así que allí estábamos esa noche escuchando a mi mamá y mi tía (actrices las dos), leer esta obra, que en ese momento no lo sabíamos, pero sería lo que concluiría toda una vida de trabajo. Esta obra la veo como lo último que hizo mi abuela. Como un legado que continúa sus pasos.
Comenzaron a leer Educando a mamá, y como decía el poeta, el aire se serena y pasamos de la solemnidad del momento a la tranquilidad y luego a la risa.
Leo la obra ahora, veinte años después, veo a la directora experimentada que siguiendo la sabiduría –o sea a Carballido-, escribe una obra sencilla, poniendo el énfasis en el montaje y en la claridad. Es una comedia clavada, clásica, en donde se discuten con la mirada que ahora mueve el mundo -la feminista, claro-; los temas que siempre han apasionado y destruido a la humanidad, como los celos, el amor, la fidelidad y el dinero.
Educando a mamá tiene la gracia que siempre tuvo Lola Bravo, la de educar deleitando. Una obra profundamente divertida lista para ser montada.
Cuento N°3
El director y su obra
Ya eran días y más días de lluvia, todo estaba húmedo en la ciudad. Los cafés abarrotados al igual que todos los lugares cubiertos que protegían de los aguaceros; mientras las plazas públicas y los parques, se encontraban desiertos, inundados por charcos y pájaros muertos que habían caído, exhaustos, hinchados de tanta agua.
El teatro estaba en una colonia vieja, al norte de la ciudad; había conocido mejores tiempos, pero ahora era una ruina con gracia. Ningún actor tenía coche, así que llegaban con el cabello húmedo, el abrigo mojado y un fuerte olor a cigarro. Dejaban paraguas y bicicletas en la puerta, entraban por la pequeña, la lateral para actores.
Se reunieron al fin los cuatro, se pusieron ropa de trabajo y se agruparon en torno a una luz cenital que creaba un área cerca del proscenio. Hablaban de muchas cosas, nada en particular; se frotaban y echaban los brazos sobre los hombros, se querían de esa forma extraña que se quieren los actores, quitándose motas de las sudaderas y despeinándose mutuamente.
Se escucharon pasos en las escaleras de caracol que ascendían al foro, sonaban como pisadas titubeantes de un fantasma iracundo: era el director que subía, venía de las entrañas del teatro, donde vivía, solitario entre paredes de piso a techo atiborradas de libretos, cuadernos y miles de libros. El director había terminado por invadir los camerinos del sótano izquierdo. Pasaba tanto tiempo en el teatro, la vida entera, que un buen día tomó abrigo y máquina de escribir y se mudó sin dar ninguna explicación.
Traía, como siempre, el escaso cabello alborotado, vestido de negro y lentes elegantes que hacían pensar en otra época. Al ver a los actores asintió con la cabeza, era su forma de saludar.
Su mirada desde donde focalizaba todo, era una constante proyección de una escena, ahí, con la luz cenital viéndolos, pensó en otra obra, una que se pondría a escribir al rato y quizá montara después.
Por ahora traía el libreto bajo el sobaco, una confusión manuscrita de notas y flechas. Los actores se pusieron en una actitud casi de firmes.
-Traigan sillas, por favor. Necesitamos hablar.
Fueron los dos hombres, dos viajes y estaban los cuatro sentados frente a él que tenía la oscuridad de la sala al fondo.
- ¿Traen cigarros?
Ellas se pararon a ofrecerle.
-No para mí, saben bien que ya no fumo, para ustedes. Apenas y respiro.
Entonces ellas les dieron a ellos. El foro se llenó de humo y el director aspiró con amor.
-Hay problemas con el productor.
Imaginó otra vez el director la obra que escribiría con ellos ahí viéndolo desde la luz y él en lo oscuro. Ellos guapos, en buena edad, admirando al viejo sabio y barbón que era ahora.
-Es la lluvia que no para lo que le preocupa. Teme, por supuesto, que no venga nadie.
Podría pedir, exigir en las acotaciones, que ellas tuvieran los labios por encima de todo el rostro, que su boca fuera el centro. Sintió una leve excitación.
-Yo no tengo problemas si no viene nadie. Vendrá Mario de Sá-Carneiro y eso es todo lo que me importa en esta vida miserable. El caso es si ustedes están dispuestos a seguir o dejamos todo ahora. Abandonamos el barco como buenas ratas. Mejor amigos ahora que enemigos en el futuro. No diré nada más para convencerlos.
Se puso de pie y fue a la calle. Había bruma y una gran cantidad de humedad, todo mojado. El café estaba abarrotado. Se comenzó a hacer el silencio mientras entraba el director. Era un mito viviente y verlo era conocer el futuro en donde él sería historia. Todos callaban cuando pasaba, era la oportunidad de palpar la mortalidad y ver la eternidad. Para cuando llegó a la barra, con lento rengueo, ya sólo se oía el ruido de la loza, cubiertos y una que otra tos. Luego, silencio total.
Pidió un café vienés con la atención de todo el lugar sobre sus espaldas. Comenzaron a oírse voces aquí y allá, palabras entre dientes, preguntas, rumores y al fin, volvió el ruido completo de varias personas hablando a la vez.
Tomó el café con calma. Lo terminó y regresó al foro. Caminaba por los pasillos como si fueran la palma de su mano aunque eran oscuras tinieblas con butacas y escalones letales, obstáculos temibles en el espacio negro.
La obra, sueña, está imaginada por Buck Mulligan, como si hubiera vivido unos años más y escribiera un guion inspirado en el cine expresionista. Ellas son tan actuales que harán a la obra parecer fresca. Con sus cuerpos esbeltos, sus rostros de pómulos salidos y grandes ojos expresivos. Ellos, altos, delgados, con cortes de pelo desiguales, rubios, serios.
Ahí seguían los cuatro con cara de preocupación. En cuanto lo vieron se pusieron de pie.
-No hay nada que pensar, para nosotros es más que un honor –dijo una de ellas.
Sin decir nada bajó a la sala y comenzó a dictar el trazo.
(Se ilumina el foro con dos áreas, hay una pareja en cada una de ellas. En un círculo de luz un hombre vestido de cualquier color y una chica vestida de negro. En el otro un hombre vestido de negro y una chica de cualquier otro color. Hay música, de preferencia expresionista, pero puede variar, lo importante es que transmita soledad y angustia. Bailan dentro de la luz, entre ellos, pero mirando a los del área de al lado. La música se va diluyendo, una pareja hace mutis y comienza el diálogo entre los actores que no están vestidos de negro. Los licos cortados simulan las piedras de una torre.)
Alicia: ¿Crees que debamos hablar de Haines, dulce Kinch?
Ítalo: No, no me parece prudente. Además, sabes que no me gusta que me llames así.
Alicia: ¿Por qué no? Ha sido el tema más importante de mi vida durante los últimos cinco años. ¿Por qué nunca podemos hablar de nada? Eres tan serio que veces pienso que no me…
Ítalo: Hablemos, entonces.
Alicia: No, así no. Así nada porque así llegamos a la nada en donde nada tiene sentido. Así, me siento idiota siempre.
(Ítalo guarda silencio. Camina hacia los balcones de la torre y mira hacia el público: el mar.)
Alicia: ¿Extrañas Italia, Ítalo? Yo también. Yo también desearía nunca haber conocido este lugar. Tan sólo haber nacido en otro que funcione y no odiarnos todos. ¿Recuerdas que a Haines le decían todo el tiempo que el mar era verde moco? ¿Cómo era aquello que decías del arte y del espejo, Kinch? Ítalo, quiero decir.
(Ítalo cae en un estado de ánimo oscuro. Ve el mar sin ver nada más.)
Alicia: ¿Crees que haya más cómo nosotros, más parejas así?: felices, infelices y así durante unos años y luego tengan hijos para poder morir y que alguien los extrañe.
(Alicia camina hacia el mar.)
Alicia: Mira la lluvia, Ítalo. Sin ella no tendríamos nada.
(Ítalo camina hacia ella, la abraza por la espalda.)
Ítalo: Nunca te dejes devorar por los pensamientos porque no son nada más que fantasmas que te llenan de ansiedad.
(Oscuro)
(Aparece la otra pareja. También la luz fragmentada en cuadros que simulan la torre.)
Elaia: Is this a tower?
(Juan ríe.)
Juan: Somos otra pareja más de hipsters.
(Elaia camina hacia él, se levanta el vestido hasta la cintura y se sienta a horcajadas.)
Elaia: It matters?
(Juan sonríe y mira hacia el mar.)
Juan: ¿Somos esto y nada más? ¿Una pareja que simula ser una gran pareja? ¿Por qué será tan difícil aceptar que somos gente sin chiste que imita a otra gente sin chiste? O quizá ese sea precisamente el problema, lo aceptamos demasiado fácil.
(Elaia se levanta. Va hacia el balcón de la torre.)
Elaia: ¿Te aburro? ¿Para qué te haces todas esas preguntas? Sería más fácil si me dijeras que ya te cansaste de mí…
Paulina y yo mirábamos la obra desde una luneta. Estábamos escondidos a unos cuantos metros y disfrutábamos pasar desapercibidos. Sí, es cierto, nos gustábamos. Pero había algo trágico entre nosotros: nuestros padres. Ella, hija del director más famoso; y yo, hijo del dramaturgo más célebre; los cuales, por razones naturales, se odiaban. Quizá en esto consistía nuestra atracción, pero nos regodeábamos pensando que había algo más entre nosotros.
Nos escabullíamos al teatro y nos escondíamos antes que comenzara el ensayo. Nos tirábamos en la alfombra de la luneta y nos contemplábamos mientras escuchábamos, oliendo el polvo de la alfombra y nuestros cálidos alientos, la voz de su papá que les explicaba la obra a los actores.
Terminó el primer acto con algo de ritmo. Ellos sintieron que lo hicieron como nunca, pero desde la sala donde estaba el director, sólo silencio. Una de ellas lo buscó en la oscuridad.
El director estaba sumergido en su butaca pensando que él no era nada más que una acotación, una didascalia. ¡Nada más que un nivel en el proceso creativo! Lo sacó de sus pensamientos la actriz que lo buscaba para ver qué pensaba.
-¡Concéntrense en el final, en el maldito sentido de un puto final! ¿Es mucho pedir? ¡Son actores, chingadamadre! Si no lo hacen, la obra simplemente no funciona y nuestro trabajo se pierde. Se va a la puta mierda.
Le pregunté a Paulina de quien era la obra. Me dijo que de Eugene O’neill, pero yo pensaba que era de Ibsen. Días después, soñé que era una mezcla de los dos con Samuel Becket; solo que el director la había adaptado de manera violenta. En ese momento nos miramos a los ojos. Pude ver en las pupilas color miel de los inmensos ojos de Paulina, al director montando la obra, al fondo los actores y luego la sala. Le pregunté cómo era posible que se pudiera ver tanto en ese pequeño círculo; que su mirada contuviera el mundo en una nuez. Sonrío a medias y me llevó a la oscuridad, hacia las entrañas del foso en donde habitan todos nuestros miedos, y entonces, quizá pude verlo todo.